Demás está decir que si fui a algún recital, era de algún amigo/conocido, cosas chicas. Entre diez o cuarenta personas en plaza, auditorio municipal o bar. Cuando tuve la oportunidad de decir “yo quiero esa entrada” dude, me dio miedo. Miedo al mar de gente, a la violencia de las masas inflamadas. Me convencieron. Me vieron ese brillo en los ojos, la negación a ver de frente los dedos de las guitarras que me envolvieron de adolescente, la represión de escuchar directamente los sonidos que me acompañaron de chica. La pasión por la música y la guitarra. Y acepté la entrada. Me bajaba la presión, se me aflojaban las piernas. No podía creer que iba a ver esa banda. No quería creer que iba a estar ahí. Prometí que me iba a quedar atrás de todo, hecha un bollito, sobrepasada de la emoción. Tuve miedo de desmayarme antes y no llegar. Tuve miedo de atolondrarme y sufrir un accidente. Pero no. Los demás tenían miedo de los que se aprovechan de la exaltación de la masa y ejercen violencia. Yo no. “Me acerco a un grupo de camperas negras y ya está”. Jamás dude de la integridad de los metaleros. Es gente que aprendí que ponen cara de malos, y nos asustan su tamaño y su actitud... pero son buena gente. Como lobos, protegen a su entorno. Cazan para comer, agreden para defenderse. El zorro es el que roba gallinas y destroza alambrados. El lobo es noble.
Me subí al bondi, identifiqué dos remeras negras. Me quedé tranquila que sabía a quien segui para bajarme y no pasarme ni perderme. Ellos a su vez identificaron otra gente, y estuvieron charlando todo el viaje. Me bajé con ellos, hice un chiste sobre la ansiedad cuando una de las pibas que iban casi se manda delante del bondi. Cruzamos mal y quedamos a mitad de la calle, entre autos que vienen y autos que van. Mas chistes de la desesperación por llegar. Me preguntan si vine sola, que sí, respondo. El chico venía de Mendoza, primer recital y primer viaje en avión. Primer día en Buenos Aires y ya se había recorrido media capital. Me dicen que espere cuando van a comprar cigarrillos. Que vamos juntos. Sonrío en mis adentros... Exactamente lo que yo decía cuando hablaba de acercarme a los camperas negras. Camaradería sencilla, sin preguntas. Los metaleros son una gran manada. Se huelen, se reconocen, se ayudan (aunque yo no huela a metal, y tuviera pantalones nuevos y remera de Misfits).
Ellos van a platea y yo a campo, nos separamos. Sigo al resto de la manada, miro el vallado, los policías en calma. La gente que corre detrás del vallado. Analizo la situación: dos o tres de la gente con plata, varios de educación escasa (los únicos que me preocupan) y muchos MUCHOS metaleros. Me siento cómoda mientras camino hacia el hueco en el vallado que me permita acceso. Toda gente anónima que conozco. Vestimentas que conozco. Melenas desgrañadas o cuidadas... atadas o sueltas... que conozco. La postura de los hombros y los pies pesados y contradictoriamente ágiles. Fueron mis amigos, son mis amigos, serán mis amigos. Encuentro el hueco en el vallado. Me dirijo al guardia, con miedo de ser catalogada de rubia... “le puedo hacer una pregunta idiota?” el guardia que responde el chiste “idiota yo, o idiota la pregunta?” Y sí, para campo era por ahí. Sigo adelante, nadie catalogó. De a poco se apuran y corren, yo sigo tranquila. Nadie me choca. Como dije, pies ágiles. Hay quien salta el vallado, a quien no tiene agilidad y se hace torta un hombro contra el suelo. Lo ayudan a levantarse. Le preguntan si está bien, sin dejar de caminar. Lo sostienen, le dicen que respire hondo. Cuando efectivamente está bien, siguen su camino. Me asombra ver que por más apurados, por más masa que sea, la gente que corre en el subte me choca más veces. Casi llegando, empiezo a correr. Muy a pesar mío, me integro a la manada, corro con los lobos. Soy un lobo. Allá en la entrada, empiezan a frenarnos. “Caminando, entrada en mano, es por su seguridad”. Una chica de seguridad agarrada de las mechas con otra piba (de baja educación, como dije, los que me preocupan) se sueltan enseguida, y la conduce hacia los policías. Sin correr, caminando rápido, saco mi entrada. Como escudo, la llevo a la vista, la miran, me dejan pasar.
Habiendo pasado la entrada, la gente corre. Se escuchan los primeros acordes. No quiero correr, no quiero ser masa... y me puede. Mis pies se apuran solos, me acerco... en mi boca se empiezan a formar las palabras... “two! Minutes … to midnight...!” Me rodea la gente, me sigo adelantando. Me apoyo en una espalda para no perder el paso. Termino de bajar al estadio, y el sonido me envuelve. NO PUEDO QUEDARME ACA, TENGO QUE ACERCARME. Persigo espaldas, me muevo chiquita, como en el colectivo, como en el subte. Aprovechando resquicios en el mar de gente, aprovechando el espacio que deja el de adelante, más grande que yo, para escurrirme. Dejo pasar a los que vienen de adelante para atrás, sudados, cansados del show anterior. Sigo hacia delante. No pienso, solo me dejo llevar por el mar de gente. Hacia adelante, hacia el sonido que me envuelve. No veo la pantalla, no es suficiente.
Para cuando pude ver la pantalla... no era suficiente. Seguí persiguiendo espaldas, seguí metiendome entre la gente. Me apoyo en un biceps, para no perder el equilibrio. Rodeo una cintura para pedir permiso. Aquí y allá la emoción que vibra, en cada centimetro de piel, en cada gota de sudor. Habíendo llegado adelante, busco el centro. La pantalla no es suficiente. Ver la guitarra en la pantalla es como siempre, como la tele. Adelante en el centro la gente se apreta más, pero yo sigo. Tanteo mi cartera. Esta cerrada, estoy tentada de mandar un mensaje a Pablo, “Y ya love, y ya lo ve, es para Pablo que lo mira por TV”... pero desisto, me pueden robar el celular. Y alzo los brazos, con todos. Y chillo con las notas que me atraviesan. Y mi respiración se hace entrecortada de emoción. Un chico mal interpreta y me sugiere en señas que respire por la nariz y sople por la boca. “No tengo nariz” trato de explicar que vivo congestionada... Me interrumpe la música. The Trooper. Dickinson revoleando la bandera... (No dije que me sorprendió ver a Dickinson como un niño bien, con pantalón militar y chaqueta … pero un niño bien al fin y al cabo). Sigo hacia delante. No sé que me compele a adelantarme pero no pregunto, no me resisto. Ya la gente deja de ser gente para ser un mar. Soy una gota en el medio del mar. Con las mareas que buscan acercarse al escenario, las contramarea de la gente que no quiere ser aplastada. Mis pies son piso de otros pies, pero no me duele. Mis manos se agarran de espaldas cuando voy hacia atrás,para no caer. Mismo sucede pero al reves. Juegos de palancas para contrarrestrar todos los pesos, el mío, el del costado, el de adelante, el de atrás. Gente que cae. Estiro mi mano para levantar, se estiran varias manos. Todos forman parte de una cadena, un océano de gente que grita canciones y suda pasión de rock. Un robot gigante con cara de Eddie se acerca, camina, suelda algo, o dispara... no importa. Es el símbolo del sistema que nos atosiga y nos pisa. De los gobiernos que mandan a sus chicos a la muerte. De los empleos esclavistas, del consumo humano. “Children of the night!” grito... seguro que no le acierto a la letra. Tampoco escucho bien entre las voces. Pero soy el mar. Soy el mar de voces. Soy el grito de la humanidad.
Mis anteojos sufrieron dos o tres veces, los cazé al vuelo. Mis zapatillas amenazaron con irse, volvieron. Volvieron a irse. Trato de inclinarme a buscarlas y me malinterpretan otra vez. “Lugar! Lugar!” inmediatamente se hace un claro alrededor mío. Los chicos pensaban que me iría a desmayar quizá. Encontré mis dos zapatillas, las tuve en la mano. Volví a la marea. Mis pies descalzos tampoco sufrieron, no había qué sufrir. Ya ví que no había muchas posibilidades de estar adelante de todo. Cuando mi cara quedó estampada varias veces en una espalda, y siendo que ya no tenía las zapatillas, opté por la retirada. La gente cedía su milésima de espacio. Salí tranquila. Quise ir hacia atrás, hacia el medio, donde recordaba que había espacio... no lo había. Pero se podía respirar. Tenía la remera mojada. No dije que allá en el ruedo tenía ganas de sacarme la remera y estar a tono con los demás, pura piel y pura emoción. Pero me dio miedo el ser mujer. No miedo, prudencia. No dije que habían cambiado varias veces el decorado del fondo. Las pirámides, Eddie de esfinge, el interior de las pirámides. Dickinson cambió varias veces de vestuario, una capa negra intentando pasar por desharrapada, una máscara de plumas. No mucho por el vestuario. Disfruté las guitarras, eso sí. Como siempre. Un bajo de la hostia. Una batería que imprime el corazón con toda la emoción de cada tema. Intenté ir al medio otra vez, esta vez el medio del medio. Para ver mejor. Ahí fue donde en algún momento me tocaron el tujes. Ahí fue donde en algún momento alguien se hizo para atrás y me rompió la uña y sangré. No adelante de todo con la jauría salvaje, en el medio. Con la gente bien. Los adolescentes que mami les pagó la entrada. Me fui hacia atrás de todo. Me costó mas que llegar adelante. Me dolía la uña y la gente no se hacía a un lado. Hasta que llegué a un claro entre dos metaleros viejos y uno con una novia MUY linda. Me senté. Me lamenté que en mi lucha por salir hacia atrás fue cuando pasaron Wasting Love. O sería Fear of the Night, no supe bien, me atravesaba el dolor del dedo gordo del pie.
Cuando me sentí mejor volví hacia adelante un poco... un metalero con cámara de celular me hizo lugar en la valla para sentarme y ver mejor. Habló un poco de cada tema “este es del prmer disco”, dijo más cosas. Me sentí bien. La camaradería era buena. Le conté que me robaron el celular (en algún momento encontré mi cartera abierta y estaba todo... despues chequeé mejor y estaba todo menos el celular. Lo importante, la billetera, las llaves, el DNI y cincuenta pesos, estaba ahí). Terminó el show. Hicieron el bis. Aullamos. Terminó de verdad... y comenzó a sonar una melodía que ya conozco bien... un silbido introductorio, las armonías felices de “Always look at the bright side of life” de Monty Python. Pedí un mensaje de texto prestado para avisar que estaba bien, estaba volviendo y sin celular.
Fue maravilloso.
Falta todavía el viaje de vuelta a casa, que no fue menos épico. Pero eso para la próxima.