Aroma a Mirra y algo fresco que no puedo reconocer. El brillo del cobre y el opaco contraste de los tapices rústicos. Colgantes de fieltro de colores brillantes, adornados en lentejuelas cobrizas e hilos de colores.
Formas sencillas, llenas. Curvas que se convierten en rectas, y rectas que se conviernten en curvas. Colores firmes, fuertes, sin matices, sin degradación, sin sombras.
Sólo conocí de los setentas lo que quedaba aún resonando en la moda. Se sentía el olor de raíces recobradas, adoptadas... Raíces con sentidos y significados. Sonidos de otras tierras mezclados con los míos, y todo en una paz armónica que disentía y provocaba. Para cuando yo nací, esos sonidos eran un recuerdo, y ya los sonidos simples, monotonos y vacíos se repetían en las radios cantando sin sueños. Pero los colores mantenían todavía la solidez que había muerto en las ideas.
El olor penetrante a cuero y mirra de una marroquinería que mi madre visitaba y que a mí me daba miedo. Me daba miedo una fuerza antigua que percibía en el olor y los colores; en los pequeños muñecos cuyanos, en los colores y las tintas de las cintas ornamentales de la tierra que me vio nacer.
Las casas "modernas" de líneas simples y colores fuertes ya no existen. El naranja Entel fue reemplazado por un celeste Telefónica. El verde Falcon, por el rojo Renault 12. El marron, por un más "seguro" verde claro.
Qué hago entonces con los recuerdos de colores que ya no se encuentran tan fácil. Con ideas que ya murieron. Con la fuerza que se gastó y la solidez que se diluyó.
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